domingo, 22 de noviembre de 2009

ELENA GUTIERREZ / TEXTO NARRATIVO / EL HOMBRE QUE SONRIE SIEMPRE

Nada fuera de lo cotidiano: huevos pateados, ducha de agua tibia durante unos minutos, camisa blanca, pantalón café, medio lavarse los dientes, medio ponerse colonia, llaves, billetera, listo. Bastaba con un papel de esos, que un cualquiera pega en los postes de luz, para motivar una innovación en la rutina. Era pequeño, y para el ojo desentrenado pasaba desapercibido, pero nuestro personaje, un observador sagaz, lo rescató del abandono.

“La muerte nos sonríe a todos, lo único que podemos hacer es sonreírle de vuelta”

Y nuestro personaje entonces sonrió. Fue una sonrisa genuina que nace del calor tierno del estomago y culmina en el esmalte blanco de los dientes, pero no se engañen. La sonrisa no se esfumo después de algunos segundos como cualquier otra, esta mueca venía para quedarse. La causa pudo haber sido decisión propia o un conjuro extraño de aquel trozo de papel, pero esto no importa mucho. El caso es que la sonrisa se iba a prolongar, inmutable en el rostro del personaje, por lo que restaba del día. No era sutil; era un gesto vilmente evidente que se extendía sin tregua de oreja a oreja dejando asomar unos dientotes.

Se puede afirmar sin la menor duda que Juliana era una muchacha-mujer hermosa.. Su cuerpo sugería la presencia de un personal trainer en su vida y clases de spinning una vez por semana y su trasero -en opinión de Juliana su mejor virtud- era causa de la tortícolis de muchos. Juliana esa mañana se encaminaba a comprarse un vestido rojo para lucir sus piernones tonificados en el próximo evento social. Cuando iba en cometidos de este tipo (o de cualquier tipo) los ojos de gato de esta modelito jugaban cacería. Para ella era tanto entretenimiento como necesidad sostener por un par de segundos la mirada de cualquiera que se hacía llamar hombre. Le encantaba saber que un brevísimo intervalo de tiempo era suficiente para que su imagen permaneciese grabada en la cabeza de aquel ejemplar masculino durante el resto del día e inclusive en la noche mientras le hacía el amor a su esposa. Estaba en esas esa precisa mañana cuando sus pupilas encontraron las de nuestro protagonista. Uno.. dos… tres…. cuatro….. cinco…… (Juliana rompía las reglas del juego y no quitaba la mirada) tenía un gesto desconocido que ella intentaba descifrar: ese hombre no veía sus tetas, ni sus labios, ni estaba esperando a que caminara para apreciar sus dotes traseros. Ese hombre estaba genuinamente feliz de verla. Y luego de años des solo quererse a si misma Juliana creyó conocer el amor.

Se llamaba Pedro pero el mundo lo había olvidado, ahora respondía al nombre de “Milo”. Su insignia era la rebeldía. 17, 18, 19 años nadie lo sabía, a nadie le importaba. Era un engendro del consumismo, la comida rápida y la mala música. No se conocía y no sabía por cual causa luchar porque en estas décadas no parece haber ninguna que valga la pena. Las viejitas hacían ruidos degradantes (como ¡hmmm! y ¡hmphh!) y se cambiaban de asiento, los hombres de saco lo ignoraban, los niños se quedaban viendo con ojos pelados los múltiples aros y orificios en su cuerpo. Pero aquel hombre en aquel bus le sonrió… No juzgaba, no parecía tampoco entender pero tal vez si entendía un poco. Y después de años de jurarse solo Milo creyó sentirse comprendido.

Pensaba y pensaba, básicamente se quebraba la cabeza pensando. Por dentro era como la estatua aquella tan famosa de un griego perdido en divagaciones. Tenía una barba larga que perdía parchones enteros de pelo en las épocas de mayor actividad cerebral. Ceño fruncido, labios gruesos y ojos siempre rojos del insomnio y las lecturas nocturnas. Ese día, a pesar de andar especialmente sumergido en su atareado mundo de axiomas, tesis y antítesis de alguna forma encontró ese hombre sonriente. Y luego de años de buscar y buscar una respuesta el pensador creyó (por milésimas de segundo) haberla encontrado.

Esa noche el mundo pareció un lugar un poquito mejor mientras los dientes de nuestro protagonista resaltaban en la oscuridad de su habitación en penumbra.

El texto “El hombre que sonríe siempre” se considera una narración por que cumple con los diferentes aspectos de esta. Existe en el relato una sucesión mínima de acontecimientos: un hombre sale de su casa, encuentra un papel, lo lee etc. Hay cuatro actores o personajes de carácter individual. Se utilizan los predicados ser, tener o hacer para definir el sujeto de estado.

Aspectos de la narración

El tiempo verbal del relato es el pasado. Se puede decir que las acciones estas narradas en forma cronológica pues el cuento comienza en la mañana, se desarrolla en el transcurso del día y finaliza en la noche.

El relato no sigue estrictamente las cinco fases de Todorov con respecto a su estructura. Efectivamente hay un periodo de equilibrio y una transición al desequilibrio, esto sucede cuando el personaje principal lee el papel y decide sonreír por el resto del día. Lo que no está muy claro es la transición a un nuevo periodo de equilibrio puesto que al final del cuento el personaje permanece sonriente.

Es posible afirmar que la narración cuenta, de forma implícita, con su propia moral. Cada uno de los personajes, a pesar de contar con perfiles físicos y psicológicos de abismal diferencia, se sienten conmovidos por una sonrisa. Las acciones y reacciones específicas de este texto transmiten un mensaje con respecto a la felicidad humana.

La narración se apoya mucho también en la descripción. Después de que se introduce el personaje principal el texto utiliza tanto la prosopografía como la etopeya para dar al lector un retrato bastante completo de otros tres personajes. La acción central del texto sucede cuando el personaje principal se cruza con estos otros personajes causando un impacto en sus vidas.

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